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1. La gran desvinculación

¿Cómo se está produciendo la transición del modelo social?

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La gran desvinculación

¿Cómo se está produciendo la transición del modelo social?

Nos encontramos inmersos en un vertiginoso cambio de época. Es posible que estemos en la transición de una época impregnada por los valores de la modernidad hacia otra en la que la inclusión y el desarrollo social continuarán siendo necesidades cruciales para buena parte de la población, pero cuyos fundamentos serán más inciertos y debatidos. La transición social está encaminándose a la creación de un sistema cada vez más interdependiente que necesita ser comprendido con una mirada holística.

 
Camino: el horizonte de una sociedad más justa e inclusiva

A partir del ecuador del siglo XX fue desarrollándose a nivel internacional y, particularmente en el entorno europeo, una nueva sensibilidad ética y política. Dicho modelo estaba orientado a generar un orden social más cohesionado, basado en un nuevo pacto entre capital y trabajo en el ámbito económico y en un Estado proactivo que ofreciera garantías jurídicas y sociales a la población en el ejercicio de sus derechos constitucionales.

La clave del consenso giraba en torno a la necesidad de crear un orden mundial equilibrado, defender los Derechos Humanos, impulsar los procesos democráticos, fortalecer el Estado de Derecho, favorecer un crecimiento económico equitativo y desarrollar el Estado de Bienestar.

Este proceso, lentamente incubado, fue resultado de un amplio debate público y de la interacción social más que de una estrategia deliberada. Fue plasmándose tanto en acuerdos internacionales como en prácticas políticas impulsadas al interior de numerosos países y nace de la aportación de numerosos movimientos, grupos y corrientes. Haremos un breve recorrido por los aportes más significativos que subyacen a esta construcción.

El movimiento liberal que dio origen al conjunto de valores y prácticas englobadas en la democracia representativa, la división de poderes, la seguridad jurídica o la defensa de la libertad individual.

La tradición republicana o cívica, que concibe el espacio público como lugar básico de la realización de la vida personal, reclama la defensa del bien común sobre el predominio de los intereses particulares y considera el compromiso social como expresión del reconocimiento práctico de la interdependencia responsable en la comunidad.

Las reivindicaciones y conquistas del movimiento obrero, pretendiendo  equilibrar y transformar las relaciones socio-económicas de producción donde se gestan buena parte de la desigualdad y la exclusión. Espacio del que surge el gran pacto social constructor del Estado del Bienestar y de la economía social de mercado.

La creación, de un tejido empresarial más responsable, mediante el cooperativismo, y de la economía social  que ha permitido introducir en el terreno del emprendimiento económico una lógica distinta a la de la búsqueda de la mayor rentabilidad posible.

La promulgación y desarrollo de los diversos acuerdos sobre Derechos Humanos, en sus diversas generaciones, aun dentro de sus limitaciones, que han conseguido hacer emerger una ética mundial compartida resultado del diálogo entre diversas tradiciones.

La Doctrina Social de la Iglesia que ha resultado inspiradora de muchos de los actuales valores laicos. Así, el destino universal de los bienes, el bien común, la opción por los pobres, la primacía del trabajo sobre el capital, el desarrollo humano integral… consecuencia todos ellos del principio rector de la ética social y económica cristiana que se define por la centralidad de la persona y el respeto a su dignidad sobre cualquier otra consideración utilitaria.

Los denominados como movimientos sociales que han defendido avances sociales muy importantes de tipo “transversal”, por ejemplo el  movimiento en defensa de los derechos civiles que combate el trato discriminatorio hacia grupos sociales minoritarios o marginados.  El movimiento feminista identificando  el patriarcado como estructura de dominación estructural y recordando que el sentido último de la política y de la sociedad no es otro que la defensa y el sostenimiento de la vida. O  el movimiento ecologista, que ha planteado la crisis ambiental que por su magnitud y gravedad la convierten ya en uno de los mayores desafíos a los que se enfrenta la humanidad hasta el punto de cuestionar radicalmente el objetivo del crecimiento económico.

Todo este apretado e incompleto elenco de realidades ético políticas está siendo cuestionado, aún con poca penetración en el terreno de lo teórico, pero con mucha contundencia en el de la experiencia vital de la ciudadanía. Si todo este modelo tuvo diversos desarrollos y  nunca llego a ser una realidad completa, nadie lo cuestionaba como horizonte, y los avances resultan innegables. Hoy esto no es así, y las seguridades y consensos parecen tambalearse.

Este cuestionamiento nos lleva a plantearnos algunas preguntas de calado.  ¿Se está consolidando una verdadera «contrarreforma social» como consecuencia indirecta de la crisis económica y financiera? ¿Resulta cierto que la precariedad, la falta de equidad y la incertidumbre «han venido para quedarse»? ¿Está aconteciendo un cambio de valores que reconfigura el modelo social al que aspiramos colectivamente?

 

Brechas: la quiebra de este horizonte ético, utópico e ilusionante en los últimos tiempos

Aunque lentamente y con movimientos contradictorios, el mundo ha seguido avanzando en muchos aspectos. No existe hoy la convicción de que el progreso se impondrá inevitablemente y, la distopía supera a la utopía en el relato dominante de nuestros días. Estamos convencidos de que las opciones políticas concretas que impulsan unas u otras intervenciones se encuentran muy condicionadas por el complejo entramado de valores. Y perder la batalla de los valores acaba significando perder también la batalla política y la de la configuración de la vida cotidiana.   ¿Qué brechas parecen estar abriéndose entonces?

La globalización ha ido conformando un mundo en el que las interdependencias se han fortalecido y la autonomía de los estados se ha ido reduciendo. La intensificación de los flujos no ha ido pareja a la aparición de un consenso respecto al modo en el que deberían relacionarse las naciones o a los rasgos básicos que debería tener la sociedad mundial.

Asistimos ahora a una vuelta al bilateralismo y a la defensa de los interesas nacionales por encima de cualquier consideración respecto al bien general. La consolidación de esta tendencia supondría un enorme peligro para la convivencia internacional a corto plazo.

Enfrentamos una  grave crisis de legitimidad que aqueja a las instituciones propias de la democracia representativa y, en particular, a los partidos políticos.  La acumulación de casos de corrupción, el despilfarro o el robo, escandalizan a los ciudadanos. Junto a ello, la notoria falta de responsabilidades y reparto justo de las cargas de salida de la crisis minan la moral social y alimentan la desconfianza de la población. La convicción de que las élites económicas tienen mucha más influencia en la configuración de la agenda política de gobiernos e instituciones internacionales erosiona fuertemente la credibilidad del sistema político.

Todo esto supone una hipoteca muy notable para el impulso de políticas sociales estables, reduciendo el compromiso de los ciudadanos hacia el bien común y alentando el desentendimiento de la política y la búsqueda de soluciones particulares a los problemas sociales.

Se ha producido  la ruptura parcial del  pacto fiscal redistributivo, del  pacto laboral plasmado en los convenios colectivos, del pacto intergeneracional, materializado en el sistema de pensiones y del pacto interterritorial que permitía, en cada país, aproximar las prestaciones sociales de los ciudadanos, independientemente de su lugar de residencia.

La historia parece mostrar que las situaciones de crisis económicas severas suelen alimentar las posiciones excluyentes o reactivas de quienes se ven más perjudicados por ellas y que buscan identificar algún «chivo expiatorio» sobre el que descargar su frustración, apuntando a que el espíritu de integración y de acogida pierde fuerza en el mundo occidental en relación con posturas de carácter defensivo (ya sea de la identidad cultural, de las raíces religiosas o del bienestar económico).

Se han ido modificando el conjunto de valores sobre los que se asentaba la convivencia social en nuestro entorno geográfico. La solidaridad es percibida como un valor positivo, pero suele faltar la motivación para defenderla con un compromiso firme y con  perspectiva de largo plazo.

Parece que se consolida el individualismo posesivo y meritocrático, que sitúa en el tener la fuente de la realización personal y que introduce la competencia como principio de regulación de las relaciones humanas, lo que obviamente, no constituye el mejor ingrediente para configurar una sociedad socialmente equitativa y ecológicamente sostenible. Y las relaciones humanas en todos los niveles se han hecho más frágiles. El ser humano es visto solamente como una función de utilidades.

Zygmunt Bauman denominó a este periodo la Gran desvinculación. Esta ha ido creando un daño de impacto sistémico: la Gran Desconfianza global. Se trata, en realidad de dos fenómenos que se retroalimentan mutuamente. La desconfianza está detrás de muchas de las actitudes reactivas que sufrimos hoy en día y que ya hemos enumerado. El individuo crea valor social, porque la sociedad en su conjunto genera una realidad común que le va a beneficiar a él y los suyos. La predecibilidad de la solidaridad de todos los demás ciudadanos —a cuya inmensa mayoría no conoce— es clave para que él siga creando valor y cuidando lo que de él depende. Si falla esa confianza abstracta, la sociedad se hace cada vez más incapaz de afrontar desafíos y proyectos colectivos. 

Si no se afrontan estos desafíos con rapidez, lucidez, creatividad y espíritu de consenso, el futuro cercano en Europa en general y de España en particular podrá llegar a ser políticamente convulso o socialmente polarizado. ¿A qué nos enfrentamos en esta tesitura?

 

Encrucijadas: ejes polares en los que nos jugamos el futuro

La situación de incertidumbre en la que nos encontramos no tiene una resolución prefijada de antemano. Serán las propias sociedades las que se decantarán por una alternativa conforme vayan asumiendo unos u otros valores. Precisemos algunas de las encrucijadas a las que nos enfrentamos. 

Nuestro mundo ha legitimado unos grados excesivos de desigualdad a los que se ha resignado la gran mayoría de la población. La desigualdad no ha cesado de aumentar, y eso compromete la convivencia plural entre personas de diferentes clases y estatus, condición elemental para crear una democracia sólida y mantener la paz social. Nos encontramos muy lejos de una situación de verdadera igualdad de oportunidades, y aun existiendo las mismas, la igualdad de resultados puede estar mediada por circunstancias personales ajenas a la responsabilidad individual.

Se ha alterado sustancialmente la sociabilidad y los modos de vinculación social. El patrón reticular es un avance, ahora bien, las redes sin discernimiento activo por parte de los participantes también pueden tener un efecto devastador, se  puede tener un mundo social lleno de fantásticos contactos on line pero sin relaciones reales.

En su conjunto, se puede afirmar que, pese a los avances en herramientas para crear una sociedad civil más global y organizaciones más versátiles, esta etapa de remodernización ha producido la Gran Desvinculación y esto ha calado en una crisis de pertenencia.

Junto con esto, ha existido una lucha por restaurar y fortalecer la vinculación social. Todo depende de cómo resolvamos con políticas concretas y movimientos culturales la encrucijada entre la Gran Desvinculación y la necesaria Gran Revinculación.

La corriente histórica de la Modernidad ha visto en la universalización la mejor solución a las divisiones que amenazan a la civilización. Se hizo posible una auténtica ciudadanía mundial y un sistema de gobernanza que tenía importantes defectos pero creaba un cuerpo que poder ir mejorando.

La crisis económica causada por la gran estafa financiera del 2008, provocó una fuerte desconfianza que ha extendido una reacción particularista.  Los  cambios globales hacen que los ciudadanos sientan que son abstractos, con una escala que se escapa de su alcance y en los que no tienen más voz que los mensajes que envíen por las redes sociales.  El particularismo populista que se ha expandido no conduce a crear autogestión, democracia y pluralismo sino una cultura social y política dominada por el supremacismo.

Cualquier solución pasa por recobrar el alma de los proyectos internacionales como Europa o las Naciones Unidas y elevar la moral y confianza de la ciudadanía, especialmente aquellos que tienen mayor experiencia de pérdida y empobrecimiento.

Existen espacios de decisión que se sustraen al escrutinio público. La globalización económica ha contemplado la construcción de paraísos y estancias de excepción donde se opera con descomunales flujos de capital.  El debilitamiento de las mediaciones internacionales favorece la acción de las plutocracias globales y de las redes clientelares. El camino del progreso se encuentra esta brecha que impide su avance a menos que la ética pública impregne todos los estamentos de la sociedad.

Protegidos por la reputación de las nuevas tecnologías y la ciencia, a las que se otorga a veces una credibilidad acrítica, se esconden intenciones que son lesivas para el bien común. Se puede crear una tecnocracia en la que las decisiones se sustraigan a la información y deliberación pública. Es imprescindible profundizar en una democracia de discernimiento que crezca en profundidad y medios conforme crecen los riesgos. Esa cultura pública deliberativa constituye hoy en día uno de los elementos claves del desarrollo de cualquier sociedad.

Cuando una cultura pública genera exclusión, la primera corrosión sucede en el seno de esa misma cultura que engloba a todos. Surge la pregunta sobre “qué sentido tiene ocuparnos de los excluidos”.  Pues esta deja de ser una dimensión de la sociedad, pasa a ser algo “privado”, y queda adjudicada a quienes la sufren. Una sociedad así, que percibe a los excluidos como una amenaza, procura mantenerlos a  distancia de los “incluidos”.

El desarrollo social y la lucha contra la exclusión necesitan una profunda rehumanización de la cultura pública y de aquellas áreas del sistema económico que aún permanecen fuera de la deliberación democrática.

En el fondo, todas las encrucijadas anteriores apuntan a una disyuntiva principal: que las personas puedan desarrollarse integralmente para constituirse como ciudadanos conscientes, libres y comprometidos que reconstruyan la sociedad. Las decisiones importantes se sustraen a la mirada y reflexión pública. La consecuencia es que trabajadores, consumidores e inversores no entiendan la naturaleza ni las consecuencias de las operaciones que realizan. Todo esto va en dirección contraria a la racionalidad moderna. La ilegibilidad capitalista hace imposible la Modernidad reflexiva.

Por último el hiperdesarrollismo que no aumenta la esperanza ni la calidad de vida, sino que está al servicio de un consumo histérico e insaciable por parte de una minoría de la humanidad. La causa última que alimenta el consumismo es la apropiación de cosas como signo de reputación social, felicidad o significado de la vida. Y así se establece una falsa incompatibilidad entre bienestar humano y sostenibilidad ecológica. No hay una crisis ecológica aparte de la crisis económica, social o urbana, sino que todo compone una sola dinámica destructiva. Hay una única crisis ecosocial frente a la que hay una alternativa de vida buena y genuina.

¿Cuáles son entonces los riesgos sociales a los que nos enfrentamos ante esta transición de modelo social? En el capítulo 2 analizaremos algunos de ellos.

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