Capítulo

6. ¿Qué sociedad saldrá de la actual crisis? ¿Qué salida de la crisis impulsará la sociedad?

Descargar el capítulo

Coordinadores y autores

Conoce todas las personas que han participado en la realización de este capítulo. 

 

¿Qué sociedad saldrá de la actual crisis? ¿Qué salida de la crisis impulsará la sociedad?

6.1. LA CRISIS COMO RELATO MORAL: DOS PERSPECTIVAS ENFRENTADAS
 
La sociedad española llegó a la actual situación en unas determinadas condiciones de salud moral. Aunque la crisis tiene desencadenantes coyunturales de naturaleza económico-financiera que, a su vez, responden a procesos estructurales de largo plazo (neoliberalización, desregulación, extensión de la lógica mercantil, acumulación por desposesión, etc.), consideramos que estos procesos económicos se relacionan —de manera sinérgica en algunos casos, antagónica en otros— con procesos de naturaleza cultural e ideológica que expresan diversos modelos y aspiraciones de lo que deben ser una sociedad y una vida buenas. La manera en la que la crisis nos está afectando tiene mucho que ver con el tono moral que la sociedad española fue adquiriendo en los años anteriores a la explosión de la burbuja inmobiliaria-financiera. La salida de la crisis —la dirección en la que tal salida se produzca— y el rumbo que la sociedad española escoja en el futuro van a depender en gran medida del tono moral que en estos años de crisis vayamos desarrollando.
 
Aspiramos a proponer una mirada interpretativa para vislumbrar los procesos de fondo que configuran nuestra cultura cívica en relación al Estado de bienestar. El mismo no puede ser reducido a sus dimensiones de policy, de planes y programas de actuación o de servicios de intervención, aunque estas sean sus expresiones más familiares, más conocidas y, aparentemente, más definitorias. No: desde la perspectiva de la economía moral el Estado de bienestar adquiere la dimensión de polity, la que tiene que ver con la definición del modelo de sociedad al que se aspira y con el diseño institucional que encarne este ideal. Las instituciones del bienestar han sido, por encima de todo, un proyecto de vida en común. Esa idea de comunidad, ese proyecto de totalidad imaginada, es el que ha entrado en crisis.
Las situaciones de crisis económica son momentos idóneos para impulsar dinámicas dirigidas a reconfigurar las relaciones sociales, particularmente las relaciones de fuerza entre los distintos grupos sociales. Esto es lo que ha sucedido en nuestro relato. Y el mecanismo de aplicación ha sido la austeridad, contra toda evidencia empírica, como un castigo colectivo ejemplarizante. La ideología de la austeridad y, en general, la visión neoliberal del mundo, no se diferencia en lo fundamental de otros proyectos utópicos que, persiguiendo «colectivizaciones», «grandes saltos adelante» o «reconstrucciones del ser humano», sitúan un determinado sistemade creencias e intereses por encima de las consecuencias que las políticas derivadas de dicho sistema tienen sobre las vidas humanas concretas.
 
Sin embargo, la opción de los españoles porque el Estado juegue un importante papel en la economía está muy extendida y se mantiene en el tiempo, siendo previa a la actual crisis. A pesar de ello, en España se han aplicado durísimas políticas de recortes que han hecho crecer la desigualdad y que han provocado que millones de familias caigan en graves situaciones de vulnerabilidad. Unas políticas que se han encontrado con una importante oposición ciudadana, cierto, pero a las que tal vez no les ha ayudado una cultura cívica profundamente contradictoria.
 
 
6.2.LA ECONOMÍA MORAL DE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA: ENTRE LA AMBIVALENCIA Y LA RENDICIÓN
 
Las opiniones y los valores expresados por la sociedad española en relación al conjunto de objetivos y políticas que convencionalmente se agrupan bajo la rúbrica del Estado de bienestar están fuertemente permeados por la inconsistencia y la ambivalencia. Los españoles tienen problemas para conjugar un evidente individualismo con la demanda creciente a la Administración para que sostenga la viabilidad del sistema y le ofrezca protección.
 
Desde hace más de dos décadas, la opinión pública española siempre ha atribuido de manera muy mayoritaria al Estado (o al Gobierno) la responsabilidad de velar por el bienestar de todos y cada uno de los ciudadanos, siendo claramente minoritaria la idea de que los ciudadanos son los verdaderos responsables de garantizar su propio bienestar, por lo que deberían valerse por sí mismos. Esta preferencia presenta, además, una acusada transversalidad y también una elevada consistencia. Esta propensión universalista, opción que se ha mantenido durante la crisis, tiene que ver con la presencia en la sociedad española de una cultura fuertemente igualitarista. Cultura que además piensa que es importante reducir las desigualdades de ingresos y rechaza el discurso neoliberal que considera que la desigualdad puede actuar como acicate para trabajar más duro.
 
La expresión más clara de este imaginario igualitario predominante en la sociedad española lo encontramos cuando, en el barómetro del CIS de septiembre de 2011, tras presentar cinco tipos ideales de estructura social, se pregunta directamente por aquel que mejor representa la realidad española, en comparación con el que sería deseable. El resultado no puede ser más evidente: aunque casi la mitad de la población encuestada cree que el modelo de sociedad en España debería ser el de las «clases medias», sin demasiada gente ni en la cúspide ni en la base de la estructura social, en general se considera que la estructura social real se aleja mucho de ese modelo, asemejándose por el contrario a los dos tipos más desigualitarios, con una pequeña élite en la cima y un amplio número de personas en la base.
 
 
Resulta muy significativo, que las desigualdades que más preocupan sean las que afectan a las denominadas «clases medias». ¿Nos encontramos, tal vez, ante una expresión de lo que se ha denominado resentimiento fiscal? No podemos dejar de mostrar nuestra preocupación por la consolidación de esta idea de que son las clases medias las grandes perjudicadas por la actual crisis, ya que lo que los datos indican es que si bien es cierto que la clase media (definida en función de sus ingresos) se ha visto muy afectada por la crisis, son las clases bajas y la clase profesional de cualificación media las que más están perdiendo con la misma.
Pero este apoyo mayoritario, transversal y permanente en el tiempo hacia un modelo de bienestar de tipo socialdemócrata, contrasta con el juicio tan crítico que realiza la sociedad española de su funcionamiento. Esta clave nos permite adentrarnos en esa ambivalencia característica de la sociedad española cuando se posiciona en relación al Estado de bienestar. En España, al valorar lo aportado al Estado en forma de impuestos y cotizaciones y lo recibido como prestaciones y servicios, un amplio número de ciudadanas y ciudadanos consideran, cada vez más, que el resultado es negativo.
 
 
¿Estamos volviendo hacia atrás en nuestro sistema de solidaridad? Estos sentimientos de inequidad son expresión de una cultura fiscal cada vez más alejada de criterios de justicia, redistribución o protección mutua, que empieza a considerar los impuestos como mera coerción sin sentido.
 
El debilitamiento de la cultura cívica de la fiscalidad tiene mucho que ver con la realidad del fraude fiscal, pero también con su interpretación. Aunque sea cierto, como indican algunas investigaciones, que en estos momentos en España puede haberse incrementado en mayor medida la corrupción percibida por la opinión pública que la corrupción real, los escándalos de corrupción consolidan tendencias casi estructurales en la ya de por sí débil cultura cívica española y pueden desanimar respuestas que buscan vigorizar esta cultura, alimentando un fatalismo determinista. De hecho, una de las consecuencias de la actual crisis sobre la moral fiscal de la ciudadanía española ha sido el fortalecimiento de una actitud de desafección tributaria que reduce la legitimación social de los impuestos.
 
Más allá de nuestra moral fiscal, la situación de crisis no parece haber influido sobre el apoyo al Estado de bienestar, pero las medidas que tomen los gobiernos en relación a las políticas sociales y a los servicios públicos sí pueden hacerlo. Si estas medidas políticas tienen como consecuencia el empeoramiento de la calidad de estos servicios públicos o, incluso, si dichas medidas se adoptan a partir de un discurso repetido sobre la supuesta ineficiencia de tales servicios públicos, el apoyo social a las políticas y servicios sociales universales puede acabar. Uno de los riesgos mayores, en este sentido, sería que se produzca una confrontación entre colectivos de usuarios de los servicios públicos. Indicios de esta potencial confrontación, si bien menores de los que teóricamente cabría esperar en la actual situación de crisis, pueden encontrarse en relación a las personas inmigrantes.
 
Si, además, tomamos en consideración el hecho de que España es uno de los países europeos en los que en mayor medida se percibe que tener una buena red de relaciones y contactos es fundamental para tener éxito, y que este hecho es un obstáculo para la consolidación de unos sentimientos de comunidad universalista, tenemos todos los ingredientes para que se produzca esa ambivalencia hacia el Estado de bienestar de la que venimos hablando.
 
 
Parece que la ambivalencia de la cultura cívica en España está derivando, peligrosamente, hacia el abandono de cualquier fundamento normativo, en términos de justicia social, del Estado de bienestar y de las exigencias prácticas que su sostenimiento demandan de la ciudadanía.
 
 
6.3.¿CONSTRUYENDO YA LA ECONOMÍA MORAL DE MAÑANA?
 
Puede ser cierto, como apuntan algunas investigaciones, que lo que se esté debilitando con enorme velocidad en España sea, no el apoyo ciudadano a las políticas sociales universalistas, sino la capacidad de la opinión pública para influir sobre los gobiernos que administran esas políticas y que, en el momento actual, las debilitan y recortan. Puede ser cierto desde una perspectiva descriptiva. Pero desde una perspectiva prospectiva, el debilitamiento de la capacidad ciudadana de influir sobre las políticas sociales universalistas solo puede desembocar en un debilitamiento del soporte social a las mismas.
 
Las instituciones del bienestar se enfrentan en España a un endiablado escenario de círculos viciosos anillados entre sí constituyendo una malla cada vez más difícil de deshacer.
 
 
¿Cómo se pueden romper esos círculos, cada uno de ellos y las perversas sinergias que entre los mismos se establecen?
Si nos fijamos bien, comprobaremos que todos esos «vicios» circulares tienen algo en común: todos surgen de, o afectan a, ese poroso grupo social que se ha dado en llamar «clases medias». De ellas depende en gran medida cuál sea la evolución futura de las políticas sociales y del Estado de bienestar.
 
Desde la perspectiva estricta del interés, ya sea como ganadoras que aspiran a mantener su situación de bienestar, ya como perdedoras que luchan contra el deterioro de su situación, las clases medias, ese «votante decisivo», pueden acabar promoviendo la ruptura del universalismo característico del Estado de bienestar socialdemócrata. La única posibilidad de consolidar un Estado de bienestar redistributivo consiste en combatir todos esos círculos viciosos a los que nos hemos referido más arriba, mediante la generación de un círculo virtuoso fundado sobre la remoralización de la cultura cívica y el reforzamiento de las instituciones reguladoras.
 
Una brecha excesiva entre ricos y pobres socava la solidaridad que la ciudadanía democrática requiere, ya que hace que unos y otros vivan sus vidas de manera cada vez más separada: acaban habitando en lugares distintos (urbanizaciones y comunidades cerradas, los unos; barriadas degradadas, los otros) y utilizando servicios distintos (privados o concertados los ricos, públicos los pobres). Esta separación creciente provoca dos efectos nocivos: el primero es de naturaleza fiscal y se concreta en el deterioro de los servicios públicos, ya que quienes deberían sostenerlos con sus impuestos no tienen incentivos para hacerlo, ya que no los usan; el segundo es de carácter cívico, y afecta al nervio del sentimiento comunitario del que depende en última instancia la ciudadanía democrática: las instalaciones y los espacios públicos —escuelas, parques, centros cívicos— dejan de ser lugares compartidos donde se encuentran ciudadanas y ciudadanos que, a pesar de vivir existencias distintas, comparten una misma esfera pública.
A medida que las políticas públicas pierden ambición universalista, estas dejan de ser espacios para la cooperación, el reconocimiento y el encuentro, y se convierten en campos de batalla donde distintos colectivos sociales pugnan por recursos cada vez más escasos.
 
Cuando las políticas sociales ven debilitarse su carácter universalista empiezan a ser percibidas como políticas redistributivas construidas en torno a unas necesidades que no tienen nada que ver con los intereses materiales del «votante decisivo».
 
En estas condiciones, la solidaridad necesaria solo puede construirse contra una cultura que sitúa la satisfacción del interés propio, entendida esta en su sentido más material, como horizonte de toda acción, ya sea individual o colectiva. Nada de esto será posible si no tenemos en cuenta que la política de igualdad contra la exclusión ha de ser, antes que nada, una red de complicidad cultural y ética.
Así pues, nuestro objetivo necesario es remoralizar nuestras preferencias como ciudadanas y ciudadanos, depurando normativamente nuestros intereses particulares con el fin de incorporar a nuestras reivindicaciones la perspectiva y las necesidades de los individuos y los grupos excluidos, para reforzar la capacidad regulativa del Estado a la hora de impulsar una fiscalidad progresiva que permita sostener un sistema universalista de bienestar.
 
Pero ¿puede construirse un modelo económico sobre bases distintas?
Curiosamente, siendo las causas fundamentales de la crisis la desregulación alentadora de comportamientos especulativos, el predominio de las finanzas sobre el resto de la economía, una distribución primaria de la renta desfavorable a los trabajadores y un pronunciado aumento de la inequidad, el conjunto de medidas adoptadas para superarlas parece haber fortalecido esas tendencias en lugar de corregirlas.
 
 
Cualquier propuesta de transformación del actual capitalismo global exige, si pretende ser significativa, la constitución de una nueva cultura económica que vuelva a «incrustar» la economía en el conjunto de relaciones sociales que constituyen una sociedad articulada, terminando con su creciente y destructiva autonomización. En los últimos años han ido apareciendo distintas propuestas que pretenden modificar radicalmente el sistema económico vigente. Coinciden, con matices, en varios aspectos. Admiten tanto la necesidad de que existan mercados, como la de evitar que todo se subordine a su lógica o a los intereses economicistas de quienes en ellos operan; concuerdan en la necesidad de acabar con la dictadura o el fetichismo del crecimiento como indicador del progreso social; inciden en que el objetivo de la economía debe ser lograr la satisfacción de las necesidades básicas de toda la población; que resulta imprescindible definir socialmente objetivos económicos generales que sean compatibles con el respeto al medio ambiente; que las actividades económicas deben regirse por los principios de la democracia, la igualdad y la no discriminación, respondiendo siempre a las aspiraciones y a las decisiones políticas de la comunidad en la que se insertan.
 
Algunas apuntan también a que se sustituya la perspectiva «conglomerativa» por la de «privación». Esto significa que, en lugar de evaluar el avance de una sociedad por el valor promedio que alcanzan sus indicadores de desarrollo o el incremento de su producto total, se analice especialmente lo que ocurre con su población más desfavorecida. Y como complemento, incorporar un tratamiento diferenciado para las empresas, según sea su mayor o menor contribución a los objetivos sociales democráticamente establecidos, sobre la base de incentivos fiscales o de otra naturaleza (puntuación más favorable para participar en la provisión de servicios públicos, por ejemplo).
 
Resulta indudable que los años de la crisis están siendo, también, años de emergencia de multitud de iniciativas ciudadanas que apuntan a salir de esta situación, no «hacia atrás» —esperando a que cuando todo esto pase volvamos a la situación anterior a la crisis, como expresa la idea de «recuperación»— sino hacia adelante, pugnando por no volver a caer en los mismos errores que nos han traído hasta aquí.
 
Se trata de iniciativas surgidas muchas veces a partir de movimientos sociales moralizantes, caracterizados por expresar pública y organizadamente protestas «contra lo que se considera reprobable más allá de los intereses de una comunidad o clase social» determinadas. Esta es su principal y fundamental diferencia respecto de los movimientos populistas: su orientación universalista, su voluntad de actuar como «garantes de la ética, de los valores, de la dignidad y de los infrarrepresentados».
 
Existen ya un variado despliegue de prácticas que, de hecho, nos permitirían desarrollar ya una buena parte de nuestra vida, si no al margen, sí al menos bien lejos del corazón del sistema capitalista y de su lógica individualizadora, mercantilizadora y privatizadora.
 
Aún es pronto para hacer de toda esa realidad de inventiva e innovación social nacida de la necesidad un ejemplo de virtud: es decir, un modelo alternativo de vida colectiva. En todo caso, se trata de prácticas de mutualismo sin jerarquía que nos permiten sostener que dos siglos de hegemonía del Estado y de las instituciones políticas formales y jerarquizadas no han anulado la capacidad social para la práctica de la cooperación, lo que ya es una excelente noticia, pues constituye la condición necesaria para poder desarrollar formas emancipadas de vida desde ya, aquí y ahora, que aunque todavía no supongan la realización de ese otro mundo posible, sí permitan anticipar sus rasgos esenciales. Sin embargo, no hay garantía de que ese modelo alternativo acabe conectando con lo normativo e institucional, en definitiva, que se traslade al conjunto de la sociedad.
 
Sin embargo, este vivir social al margen no debería interpretarse como un abandono de la esfera estatal, sino como su abordaje desde claves nuevas. Tenemos que intentar el ejercicio intelectual de imaginar una propuesta de intervención que permita conciliar tanto la dimensión moral como la dimensión estructural de la transformación social.
 
Solo a modo de propuesta para seguir dialogando, traemos a colación una idea de Boaventura de Sousa Santos. Nos referimos a su idea del Estado como novísimo movimiento social. Considera Santos que en el actual momento histórico globalizador la forma tradicional del Estado se ha visto sometida a un proceso de descentrado, miniaturización y debilitamiento de su capacidad reguladora que, sin embargo, no debería ser interpretado en los términos habituales de erosión de la soberanía estatal y de pérdida de la capacidad normativa del Estado, sino como un momento de transformación de la soberanía y de la regulación, que a partir de ahora pasarían «a ejercerse en red dentro de un ámbito político mucho más amplio y conflictivo en el que los bienes públicos hasta ahora producidos por el Estado (legitimidad, bienestar económico y social, seguridad e identidad cultural) son objeto de luchas y negociaciones permanente que el Estado coordina desde distintos niveles de superordenamiento».
 
Nos encontraríamos, entonces, en una nueva situación que demanda y permite la repolitización del Estado como elemento de coordinación en un nuevo terreno de lucha política. Pero la mayor complejidad del marco de juego no solo no reduce, sino que potencia la importancia de la función coordinadora o mediadora del Estado. «De ahí que la tensión entre democracia y capitalismo, de urgente reconstrucción, solo pueda reconstruirse si la democracia se concibe como democracia redistributiva».
 
De lo que se trataría, siguiendo la propuesta de Santos, es de modificar el sentido de esa redistribución mediante un ejercicio de deliberación democrática que implique activamente a toda la ciudadanía en la gestión de los recursos públicos y del propio sistema fiscal: «La democracia redistributiva debe significar solidaridad fiscal».
 
Desde que en mayo de 2011 se iniciara el nuevo ciclo de protesta política que resumimos con la etiqueta de la indignación, decenas de miles de personas han (re)descubierto los encantos de la conversación democrática. Muchas de ellas, además, se han decidido a pasar de las palabras a los hechos, impulsando un vasto programa de experimentación social aplicada a todos los ámbitos de la vida cotidiana. Seguramente no es posible en estos momentos juzgar la relevancia de estas prácticas, pero tal vez sí estemos en disposición de decir que hay otro mundo posible que ya está en este.
 

Capítulos

1 2 3 4 5 6 7 8

Anexo