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1. Hacia un nuevo modelo social: ¿la privatización del vivir social?

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Hacia un nuevo modelo social: ¿la privatización del vivir social?

1.1.EL FINAL DE UNA TRANSICIÓN
 
Que estamos en un mundo sumido en profundos cambios resulta evidente. Desde el último cuarto del siglo XX, se han producido en el campo económico un conjunto de acontecimientos que condicionan la dinámica económica actual.
 
Hay una coincidencia fundamental en establecer un punto de inflexión importante a nivel internacional a partir de la crisis de los años 70 del siglo XX como momento en que se empieza a pasar en los países centrales del capitalismo fordista a las políticas neoliberales aplicadas con mayor o menor intensidad en las últimas décadas.
 
Se inicia un largo ciclo neoliberal que da de sí un nuevo modelo no solo económico, sino social que debe resolver, ante todo, la recuperación de la rentabilidad. La solución la implementa, de forma mantenida y continuada, mediante la reducción generalizada de los salarios. Pero ¿cómo pagar todo lo que es ofrecido con unos salarios bajos? La respuesta es con el crédito, con la deuda.
Junto a ello, se produce otro proceso, la canalización del dinero acumulado por la reducción de la masa salarial y que no queda absorbido por el consumo o el endeudamiento, hacia la colocación del capital en el mercado financiero internacional.
 
El pensamiento económico emergente —codificado en síntesis como el Consenso de Washington— creyó encontrar un modelo económico de validez universal centrado en la desregulación, la apertura de los mercados, la privatización, la reducción del peso del sector público, la disciplina fiscal y la potenciación de la competencia y la productividad.
 
Este modelo no consiguió alcanzar el nivel de crecimiento económico, ni la estabilidad macroeconómica, ni la promoción de la equidad que había caracterizado al modelo anterior, aunque sí fue capaz de alterar la correlación de fuerzas entre distintos sectores sociales propia de los años 50, 60 y 70 y creó el caldo de cultivo favorable a dos de los fenómenos económicos más decisivos de los últimos tiempos: la globalización y la financiarización.
 
La crisis económica que padecemos es plenamente representativa de este proceso de financiarización, pero no supone una novedad. Desde los años 80, las crisis financieras exceden ampliamente el centenar a escala mundial, si bien esta última ha superado a episodios anteriores en amplitud y profundidad.
 
En las últimas décadas hemos asistido a profundas transformaciones en la estructura económica mundial que afectan tanto al polo de los países económicamente desarrollados, como al configurado por las denominadas tradicionalmente «naciones en desarrollo», la relativa mejoría económica de América Latina y la severa postración que afecta a la mayoría del África subsahariana, parte de Asia meridional y del amplio conjunto de países pobres que los organismos multilaterales clasifican como países menos adelantados —y que someten al mundo a notables incertidumbres—.
 
Esta modificación del paisaje económico mundial genera nuevas relaciones y equilibrios de poder y una configuración se ha tornado mucho más compleja. Hay «Nortes» distintos y dentro del «Sur» la diversidad predomina sobre los aspectos comunes. Por no hablar de la presencia de «Sures» en el «Norte» y de nuevas élites en países del Sur.
 
En este mundo de contrastes, y atendiendo a la preocupación prioritaria de este informe, que se centra en la evolución del bienestar social, la desigualdad, la pobreza y la exclusión, una mirada al entorno internacional permite identificar varias tendencias significativas.
 
1.ª El crecimiento económico permitió reducir el número de pobres absolutos del planeta. Dos aclaraciones: hay que atribuir prácticamente toda esa reducción al extraordinario crecimiento de China en ese periodo y la mayoría de quienes han superado ese umbral de pobreza se sitúan con unos ingresos diarios inferiores a los 2,5 dólares.
 
2.ª La desigualdad extrema sigue caracterizando nuestro planeta.
 
3.ª Algunas regiones del mundo, anteriormente sumidas en una gran postración, han generado una ascendente clase media que ha visto mejorar notablemente sus condiciones de vida. No obstante, en muchos de estos casos, la polarización y la pobreza siguen siendo muy intensas y los logros económicos y sociales están lejos de haberse consolidado.
 
4.ª Asistimos a una creciente toma de conciencia respecto a los límites ecológicos del vigente modelo de producción y consumo en el contexto social y demográfico actual.
 
Para comprender el alcance del deterioro económico experimentado por nuestro país, hay que sumar a los efectos de la crisis financiera internacional y al conjunto de debilidades económicas internas, el influjo determinante de la pertenencia a la Unión Europea y, en particular, a la zona euro. Sin duda, dicha pertenencia ha tenido durante muchos años efectos sociales, políticos y económicos muy positivos pero, en los últimos años, ha terminado representando un severo condicionante para superar la crisis.
 
Cuatro elementos destacan en este sentido:
 
1.º Como consecuencia de la implantación del euro, los tipos de interés en la eurozona se unificaron cayendo en España muy por debajo de lo que había sido su nivel tradicional. Esto generó un fuerte crecimiento económico (el mayor de la Europa-15), vinculado, en buena medida, a la generación de una burbuja inmobiliaria propia conduciendo a un nivel de endeudamiento excesivo.
 
2.º La moneda única también representó, en un primer momento, una clara ventaja para España. Sin embargo, el paso del tiempo generó un proceso de crecimiento de los precios internos mayor que los del resto de la eurozona traduciéndose en una creciente pérdida de competitividad. Y, por otra parte, encareció sensiblemente las exportaciones fuera de la zona euro.
 
3.º El diseño institucional del Banco Central Europeo (BCE) ha representado otro obstáculo para una gestión adecuada de la recesión, dadas sus diferencias de objetivos frente al diseño de la inmensa mayoría de los bancos centrales del mundo.
 
4.º Por último, la contraposición de diagnósticos e intereses que ha enfrentado a los diversos miembros de la Unión Europea respecto a las raíces de la crisis.
 
En España nos encontrábamos pues, en la década de los 80 y 90 del siglo pasado, con un modelo socioeconómico de bases frágiles. Un modelo social que buscaba su ajuste a un imaginario del bienestar igualitario y universalizado. Aunque ese ajuste se hacía simultáneamente a la constatación fáctica de que el contrato social al que responde el Estado de bienestar no solo no estaba consolidado, sino que a nivel internacional se estaba produciendo una crisis que amenazaba con una grave fractura. Una etapa donde el importante proceso de desindustrialización cambió nuestro modelo productivo sin que fuera compensado por las dificultades competitivas asociadas a los procesos de globalización.
 
Provenimos de una sociedad transitada por periodos de crisis y fases de crecimiento. En el periodo precedente a la crisis actual habíamos llegado muy alto. Sin embargo, el periodo 1995 a 2007 demostró que el crecimiento económico por sí mismo no genera distribución y la propia distribución queda supeditada al crecimiento. Los propios datos señalan con fuerza que la crisis fiscal del Estado de bienestar era un impedimento insalvable para hacer frente a la distribución necesaria para resolver los riesgos sociales. Desde los años 80, venimos conviviendo con algo que podemos denominar la autoinfligida crisis fiscal pues se han producido bajadas de impuestos siempre justificadas para el crecimiento, lo que generó una insuficiencia para las políticas de cohesión social.
 
En este contexto hay que destacar la fragilidad demográfica cuyas repercusiones tendrán graves efectos en el futuro. A finales del siglo XX y principio del siglo XXI se produce la segunda transición demográfica. Las familias españolas pasan a ser unas familias más plurales, más versátiles, más complejas, y también más frágiles, que las que predominaban en el siglo anterior. Si la disociación entre sexualidad y reproducción, con el consiguiente descenso de la fecundidad, fue uno de los grandes catalizadores del cambio familiar en la segunda mitad del siglo XX, la disociación entre matrimonio y reproducción, la coexistencia de la maternidad/paternidad biológica y social, y la evolución de las relaciones de género hacia modelos más igualitarios, son los ejes que moldean las biografías familiares en el presente siglo. La creciente diversificación de trayectorias conyugales y reproductivas puede condicionar de forma importante el reparto de responsabilidades familiares, la articulación de las redes de solidaridad familiar, los patrones de relaciones de género y las condiciones de vida de niños, mujeres y hombres a lo largo del curso de vida.
 
De no invertirse la tendencia de las bajas tasas de fecundidad estaremos poniendo bases de fragilidad en el modelo social, pues estaríamos en una dinámica demográfica negativa. Donde, además, sabemos que la fecundidad tiende a ser más elevada en aquellas sociedades donde los costes y el cuidado de los niños son compartidos entre las familias y el Estado — y también equitativamente entre ambos progenitores— y donde las políticas sociales promueven la igualdad de género y la conciliación de la vida laboral y familiar.
 
En la dimensión social hemos ido construyendo un Estado de bienestar de carácter modesto en comparación con nuestros vecinos europeos, donde existen múltiples evidencias de que la extensión de los Estados de bienestar en general no ha evitado, en la medida esperada, la pobreza y la desigualdad.
 
Nuestro Estado de bienestar es fruto de una combinación de un sistema contributivo, donde las cotizaciones sociales de trabajadores y empresas son uno de sus tres soportes, con un sistema de carácter universal, donde determinadas necesidades son accesibles para toda la población vía recaudación de impuestos (sanidad, educación), segundo soporte. Y como tercer soporte, los vacíos de protección que deja el Estado son suplidos por un entramado de redes de apoyo, básicamente familiares y del tercer sector, que complementan un bajo gasto público y una protección de baja intensidad.
 
En términos de resultados hemos construido un sistema que favorece a las personas más mayores, en términos de jubilación y a los trabajadores con largas trayectorias de empleo. Por el contrario, colectivos como los jóvenes, los niños y las familias carecen del mismo tratamiento en términos comparativos.
 
En síntesis, mientras que en las décadas de los años 70 y 80 las políticas redistributivas tuvieron un papel determinante en los resultados finales de la distribución de la renta en España, con un papel compensador —en las etapas de destrucción de empleo— o de refuerzo —en los momentos expansivos— de los efectos del ciclo económico, desde comienzos de los años 90 el nuevo patrón distributivo en España se ha caracterizado por una relativa estabilidad en la desigualdad de las rentas de mercado sin mejoras visibles en la capacidad redistributiva de las prestaciones monetarias. Este doble proceso explica que, en un contexto de crecimiento de la actividad económica y del empleo, se frenara la reducción de la desigualdad, después de varios años de contención.
 
El análisis de los procesos de desigualdad, pobreza, privación y exclusión social, a los que pretende hacer frente el Estado de bienestar al que España se incorpora tardíamente, desvela una misma tendencia a lo largo del ciclo neoliberal, la de su mantenimiento, «a pesar del crecimiento», y esto tuvo como consecuencia la consolidación de la precariedad como rasgo de la estructura social.
 
 
1.2.LA CONVULSIÓN DEL CAMBIO DE MODELO
 
Nos encontramos ante la consolidación de un nuevo modelo de crecimiento en el que es muy signifivativo la falta de un cuestionamiento profundo de los modelos que subyacen a nuestra estructura económica y productiva, remitiendo toda la carga de la solución a los cambios en el mercado laboral. Nos encontramos ante una estructura productiva débil, en un contexto de creciente competitividad, en el que se hace difícil competir solo con estrategias basadas en bajos salarios.
No se están abordando los aspectos estructurales, y no solo no se contemplan, sino que se dejan para cuando salgamos de la crisis. Y esto tiene repercusiones y resultados en las condiciones de los grupos sociales y de todo el entorno. No solo de paro y desempleo, sino también de transformación de niveles de vida, consumo, pérdida de actividades, desfase entre las reestructuraciones económico-sociales y las capacidades de muchos sectores de la población, etc.
 
 
En estos sectores la inaccesibilidad es la clave, la falta de oportunidades, que no solo tiene dimensión individual, sino que tiene dimensión familiar, motivacional, etc.
 
Todos los análisis coinciden en señalar que lo que ocurre en el espacio de generación de las rentas primarias, el mercado de trabajo, es fundamental para entender las características del cambio en la estructura social y de su dinámica.
En primer lugar, los datos del desempleo son reveladores de un problema estructural. En segundo lugar, en relación a los salarios casi hay unanimidad: caen. ¿Cuánto? Depende de la fuente y la estadística a la que se recurra.
 
En el conjunto de los trabajadores ocupados, la tasa de exclusión ha ascendido al 15,1%. En tercer lugar, la reforma laboral de 2012 tiene indicadores suficientes como para que no solo no se revierta, sino que se agudice la tendencia a la baja en el efecto del empleo sobre la pobreza. En cuarto lugar, la devaluación ocupacional, aumenta el grupo de los «inempleables», el de los «parados desanimados»(que se concentra especialmente en los mayores de 55 años), y el grupo normalmente joven, que ni tienen ocupación ni reciben formación.
 
La profundización en la desigualdad en el acceso a las rentas primarias está siendo el signo del nuevo modelo social que se está fraguando a través de las medidas que se adoptan para la recuperación económica.
Es una redefinición de las relaciones sociales, de la estructuración del propio modelo de sociedad, y del propio modelo de persona. Porque el empobrecimiento social y la generalizada pérdida de bienestar es la otra cara de una sociedad polarizada.

¿Por qué se produce una distribución a la inversa, de modo que lo que se acaba produciendo es una desposesión de los que tienen menos recursos hacia los que tienen más?
 
Todo ello nos remite a la lógica de la acumulación en los estratos más altos de renta. Los poderes financieros han acabado desposeyendo a otros grupos sociales del control y de los recursos que las sociedades habían ido consiguiendo, en su evolución hacia sociedades en las que el bienestar contemplara una distribución social.
 
En este nuevo modelo de relaciones sociales se puede constatar cómo se han agudizado las tendencias disgregadoras hacia los extremos que, de no modificarse, están llevando hacia la «dualización» social y hacia la «polarización» social: en la desigualdad en el acceso a las oportunidades; en las garantías ante los riesgos; en la posesión y apropiación de los recursos; en la seguridad; en las políticas, etc. En todo ello, los más vulnerables y más pobres disponen de menos recursos y sufren pérdida de centralidad en las decisiones, en cambio los más ricos disponen de más recursos y más centralidad en las decisiones.
 
El momento que estamos viviendo, en relación a nuestro modelo de bienestar, es el de una reorientación no tanto en la revisión de los derechos sociales, que también, sino más bien en clave de cuál es su sostenibilidad.
 
Estamos pasando de un discurso de fondo sustentado en la garantía de derechos a otro estructurado alrededor de los valores de la revolución neoliberal y meritocrática. Las medidas adoptadas ante la crisis están dando paso a una hipótesis de trabajo, que cada vez viene siendo una hipótesis más consolidada, según la cual lo que realmente se está erosionando y socavando es el ámbito de los derechos como ámbito definitorio y de estructuración del modelo social. Lo que tiene el efecto consecuente de que al dejar de ser los derechos la categoría estructuradora de lo social y de la sociedad, desaparecen las «obligaciones».
 
Con su efecto consecuente, que cuando desaparecen las obligaciones: a) desaparecen los «obligados», y b) se invisibilizan los titulares de los derechos, ya que nadie está en el otro polo, en el de la obligación. Si se produce la pérdida de la capacidad de los derechos de ser la base de la construcción social, lo que se pone en cuestión es el contrato social que se mantenía como la base de la estructura del bienestar.
 
 
¿Se está produciendo entonces la ruptura del pacto social?
El problema es que la red de fenómenos constatados en este periodo de crisis no son ya una interrupción provisional de un modelo, sino que se están manifestando como el preludio de algo de mucho más calado, como es el anuncio cada vez más explícito de que, por exigencia del ajuste fiscal, no hay otra opción que modificar el marco regulatorio.
 
No se trata solo de pérdida de derechos, sino de pérdida de las condiciones de acceso a los bienes necesarios para la satisfacción de necesidades básicas «basadas en los derechos». Por ello, hay que insistir en que no es suficiente para definir las bases que se están poniendo a la arquitectura social el aumento del empobrecimiento de unos y el enriquecimiento de otros, ni siquiera la creciente desigualdad, etc. Incluso no es suficiente definir la privatización de lo público como ganancia de los ricos. Hay que desvelar que todo ello no es sino la forma de estructuración social resultante de la negación del derecho, de los derechos, como los elementos definitorios de la estructuración social que son, que deben ser, «los principios rectores del orden económico y social».
 
Se ha roto el contrato social que se mantenía como la base de la estructura del bienestar. Es constatable que hoy no existe un concepto compartido (consenso) de lo que es el bien común. Y la pregunta clave es, y esto ¿por qué se ha producido? Fundamentalmente ha sido debido a lo que se puede denominar la «secesión moral de los ricos», bajo el supuesto de que no deben nada a la sociedad, que cada uno tiene lo que cada uno se ha ganado; y esto está polarizando la sociedad a límites cada vez más extremos.
 
Lo que está, pues, en cuestión es la propia función redistribuidora del Estado. Y es este un tema que no se ha originado con la crisis y las medidas de austeridad para hacerla frente. Porque esto se ha venido gestando desde las reformas tributarias desarrolladas desde mediados de los años 90 hasta la crisis, que apostaron por la reducción de los tipos impositivos, lo que supuso una menor capacidad de redistribución, y que en la actual crisis se ha combinado con los recortes en los sistemas básicos del bienestar. De ahí que la reducción y adelgazamiento de las prestaciones del Estado acabe derivando en una «crisis de protección y seguridad», que reduce la capacidad colectiva de afrontar los riesgos individuales remitiendo su solución al propio individuo.
 
Se está produciendo una confrontación entre mayores demandas / menores recursos, lo que genera una «crisis de desprotección» que «asistencializa» los derechos, y coloca a los asistidos en el foco de la sospecha de por qué ese gasto.
Pero también el aumento en términos absolutos de las personas en situación de pobreza y exclusión social está convirtiendo en lugar de «competencia» el acceso a los mecanismos de seguridad del Estado de bienestar. «Nuevas pobrezas» frente a «viejas pobrezas». El escenario se complejiza.
 
Esto crea escenarios sociales en los que se están generando «espacios duales» de socialización, pues la pérdida de recursos de las personas, familias y grupos y de las propias redes familiares se combina con la pérdida de servicios públicos, de condiciones educativas y laborales. Y esto acaba fragilizando la propia red social, las redes asociativas y comunitarias, configurando una situación agresiva que predefine una convivencia conflictiva.
 
 
1.3.¿SOLO ECONOMÍA? TIEMPOS DE (IN)CERTIDUMBRES
 

¿Estamos transitando entonces de una Europa de ciudadanos donde el pacto dependía de la política, a una Europa de mercaderes donde el acuerdo responda a lo que pueda o no contratar o comprar?
En la respuesta a esta pregunta no aparece en su horizonte un nuevo Keynes.
En nuestro caso, después de unas dosis adecuadas de austeridad, de demostrar que el pago de nuestras deudas a nuestros principales acreedores es nuestra prioridad, volvemos al discurso del crecimiento como salida a la crisis, como la respuesta unívoca a nuestra necesidades. Parte de la lógica del “más es igual a mejor”, donde aquellos que no pueden participar de ese crecimiento se tornan conflictivos para el modelo; un conflicto ignorado pero latente.
Lo que anda en juego es la paradoja de poder estar en presencia de un “crecimiento sin sociedad”. Cuatro cuestiones resumen las claves de esta paradoja.

Gráfico 3: La paradoja de un crecimiento económico sin sociedad.

 
Estamos transformando nuestro modo de responder a las necesidades colectivas. Es un cambio que no está siendo radical. Viene formando parte de una agenda reformista que permite, de una forma progresiva, que la ciudadanía europea vaya asumiendo que el coste de la protección social debe ser sufragado de una forma mixta, vía impuestos y contribuciones por un lado, y vía gasto directo en los hogares por otra. El problema es que parte de la ciudadanía europea y parte de los hogares (en el caso de los países del sur de Europa con mucha más claridad) no podrán satisfacer las necesidades que dependan de los ingresos que cada uno disponga. Y en esta crisis, este ha sido el verdadero salto cualitativo.
La principal consecuencia, es el creciente proceso de dualización social. Este proceso incluye, al menos, cuatro características:
1.ª La reducción de la movilidad social.
2.ª Desde un punto de vista más amplio, la idea de brecha, como aumento de una distancia o dificultad
preexistente, comienza a trasladarse a diferentes ámbitos.
3.ª La creciente pérdida de universalidad en los servicios básicos del bienestar social.
4.ª Una mayor pluralidad en la producción del bienestar social. Y en esa diversificación es una probabilidad muy relevante que lleve aparejada una fragmentación en el acceso en términos de renta.
A esto se suma el que los ciudadanos cada vez traducimos más nuestras relaciones en términos económicos.
Se pone el acento más en la lógica del tanto tienes tanto vales, donde los sistemas de capitalización individual para sufragar los riesgos sociales prevalecen.
 
¿Se ha roto el consenso social que mantiene a las sociedades cohesionadas?
 
Lo que parece incontrovertible es que estamos en presencia de relaciones deslegitimadas no solo por la pérdida de la capacidad de mantener la cohesión, la integración y la protección de mínimos básicos y necesarios, sino por la pérdida de confianza en que en esta sociedad haya vías, caminos, posibilidades.
 
Hoy por hoy el proceso que se está imponiendo es el que, de forma simbólica, podríamos denominar de tránsito del contrato social al contrato mercantil al quedar reducido lo social al ámbito del intercambio individual, a la capacidad de competitividad, negociación y acuerdo de cada individuo de sus condiciones de vida, actividad, empleo, protección, seguridad.
 
Proveníamos de un modelo social de «integración precaria» antes de la crisis en cuyo seno se producían tensiones por la necesidad de garantizar la cohesión social, la extensión de derechos, junto con cambios que producían efectos de precarización y de contención de la función protectora del Estado. Y estamos entrando en u modelo de «privatización del vivir social» acorde al proceso de cambio antropológico y que culmina en unas relaciones que cambian el sentido del bienestar, del asociacionismo y de la solidaridad.
 
Antropológica y socialmente, las relaciones de este modelo de desarrollo son relaciones vueltas al individuo que se define a sí mismo únicamente en la relación consigo mismo. Cualquier cultura que tenga como eje la «excentricidad», encontrar el sentido en el «otro», queda situada fuera de la legitimidad social que un modelo social estructurado en torno al crecimiento como validador de lo social ha sentenciado cuasi como de derecho natural.
 
En su lógica, este modelo adquiere grandes dosis de legitimidad en su propuesta de privatización de servicios, incluyendo servicios sociales de interés general. Mediante la crisis, se está profundizando en la privatización de los propios sistemas universales del bienestar. Lo que sitúa lo social en la pura gestión competitiva económica y relega los criterios de acción pública, de primacía de los derechos sobre el presupuesto, además de menoscabar la acción de la iniciativa social, gratuita, sin fin de lucro, etc. Es lo que cierra el proyecto de modelo social.
 
No solo no se produce el cuestionamiento antropológico-social de un modelo que se encuentra en la base de la crisis, sino que se plantea que su continuidad es imprescindible «para salir de la crisis». Todo ello consolida una antropología «sin tocar», y una continuidad del proyecto que hizo crisis y generó la crisis. Al menos deberíamos tener claridad en que «no estamos autorizados a esta ceguera».

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