07 Abril 2025

La exclusión residencial y su impacto en la salud mental y emocional

Tener una vivienda digna, segura y accesible es hoy uno de los mayores estresores para quienes viven en vulnerabilidad social.

 

“Recibía presiones del casero de la vivienda, no podía dormir y todo el día me lo pasaba llorando, pensando en cómo pagar el alquiler y la luz, y si me echaban a la calle con mi niña de siete años. Gracias a Cáritas y las ayuda que me han dado, mi hija me ve bien, siento un gran alivio y me da fuerzas para seguir luchando y buscar trabajo”.

Mujer inmigrante, madre de una niña de 7 años. 12 años en España.

 

El Informe Lalonde (A new perspective on the health of the canadians-a working document), del año 1974, es el primer documento público que reconoce que factores como el estilo de vida, el ambiente tanto individual como social en un sentido más amplio, junto a los factores biológicos y de organización social, determinan nuestro estado de salud o mejor dicho tienen un impacto en el origen de vulnerabilidades tanto físicas como psicológicas. Es el primer texto sobre el impacto de los determinantes sociales en nuestra salud física y mental.

La dificultad para acceder a una vivienda digna, y lograr mantenerla en el tiempo, es uno de los determinantes sociales que más impactan en el bienestar emocional de las personas que se encuentran en situación de vulnerabilidad social, derivando en la mayoría de los casos en problemas de salud mental, que pueden ir desde los tan frecuentes trastornos de ansiedad – en mayor o menor grado de gravedad – a trastornos mentales más severos, pasando por los (también tristemente habituales) trastornos del estado de ánimo.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) en el documento “Directrices de la OMS sobre la vivienda y la salud” de 2018, alerta de la importancia de unas condiciones de habitabilidad dignas, dado que “salvan vidas, previenen enfermedades, mejoran la calidad de vida, reducen la pobreza, mitiga el cambio climático”, en consonancia con los ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible) concretamente el 3 (Salud) y el 11 (Ciudades sostenibles).

Encontrar un lugar adecuado donde poder vivir, en condiciones de habitabilidad dignas, que nos proporcione seguridad, y cuyo coste económico podamos afrontar, se ha vuelto hoy en día una misión difícil, convirtiéndose en uno de los principales estresores para aquellas personas cuyas condiciones y circunstancias vitales eran ya de por sí frágiles.

En el plano personal, el no verse capaz de proporcionarse y/o proporcionar a la familia una residencia segura y estable, afecta a la autoimagen que la persona tiene de sí misma, generando un autoconcepto pobre y un deterioro de la autoestima.

La incertidumbre de poder afrontar o no los gastos derivados de la vivienda con la consecuente amenaza de desahucio, alimenta el miedo a quedar en situaciones de grave desprotección y las consecuencias que de ello se podrían derivar, como puede ser el riesgo de sufrir robos y agresiones en la calle, o la retirada de la custodia de menores a cargo, cuando los hay.

Este estrés, sostenido en el tiempo, afecta tanto a la salud física (alteración del sueño, problemas del aparato digestivo, fatiga…) como al bienestar emocional, que se manifiesta en alteraciones del estado de ánimo (sentimiento de angustia, irritabilidad, tristeza, sensación de impotencia, …). El nivel de sufrimiento es tal que puede llegar a derivar en pensamientos de muerte e ideación suicida, siendo a veces el disparador de trastornos más graves e incapacitantes.

No hay que olvidar aquellas situaciones en las que las personas se mantienen en una vivienda bajo condiciones extremadamente precarias o bajo amenaza de desahucio, hogares con violencia, hacinamiento, u otras circunstancias que resultan más difíciles de visibilizar y forman parte de esa amplia realidad de la exclusión residencial, cuyas consecuencias impactan en el deterioro de la salud mental y emocional de las personas que las sufren.

Un hogar nos proporciona seguridad, cobijo, intimidad, tranquilidad, sentimiento de pertenencia, un lugar donde se forma y se expresa parte de nuestra identidad, y también forma parte de quiénes somos o queremos llegar a ser.

Para poner un ejemplo local, en el año 2024, fueron 321 personas las que recibieron atención a través de diversos recursos residenciales y viviendas gestionados por el Área de Inclusión Social de Cáritas Diocesana Mérida-Badajoz. Un 39% recibieron atención psicológica. En ese mismo año, en Cáritas Madrid fueron 1.518 personas que presentaban problemática habitacional, de las cuales un 90% manifestaron síntomas de angustia, indefensión, estrés vital. El aumento de los precios de la vivienda, la inestabilidad laboral, los salarios precarios, son solo algunas de las causas que expresan las personas que llegan a nuestros recursos pidiendo ayuda, convirtiéndose en una situación de riesgo para su salud mental.

Una realidad que viven muchas personas en Extremadura, Madrid, y en otras comunidades de España, evidenciando la estrecha relación entre la exclusión residencial y los efectos negativos sobre la salud mental y emocional de las personas. Por todo ello, la vivienda es una necesidad de primer orden y un derecho fundamental. La ausencia de esta implica una serie de pérdidas elementales básicas que provocan o aceleran procesos de desintegración personal.